miércoles, 20 de agosto de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLIX) "Sillas de montar calientes"



SILLAS DE MONTAR CALIENTES
Rodrigo D’Ávila








En ocasiones el recuerdo se sirve de los cinco sentidos -o de varios de ellos- para cumplimentar su trabajo de cálida y retrospectiva añoranza; sin embargo, en la mayoría de estos momentos basta con apenas uno de ellos para evocar situaciones, rememorar instantes o rescatar a personas de un pasado que el tiempo convirtió en retazos hibernados de nuestras vidas.

Deteniéndome en ello resulta curioso que, en tratándose de recuerdos, el sentido más práctico y habitual en la vida diaria: la visión, la imagen, es precisamente del que con menor frecuencia echamos mano en nuestras evocaciones. Si lo pensamos con detenimiento, un sonido, un sabor, un aroma o una caricia nos transportan en el tiempo con mucha mayor eficacia que la imagen, o al menos ésta no adquiere la supremacía que, a primera vista -y nunca mejor dicho- debería tener si pensamos en una facultad casi siempre presente en el normal devenir de la existencia de cualquier persona.

Viene esto a cuento de un flash que asaltó mi memoria hace bien poco. Algo que aguardaba en lo más profundo del olvido emergió a la luz gracias a un mínimo detonante que más adelante desvelaré.

La evocación que surgió de repente, adquirió -tras el primer destello- la forma, sonido, tacto y olor de aquellos percherones de elevada grupa, maciza alzada y paciencia infinita de que se servían los antiguos lecheros en la tarea diaria de distribución de su blanca y cremosa -en aquel tiempo sí- mercancía entre los parroquianos de entonces.

A su llamada, los vecinos irrumpían a la puerta de sus casas con el cazo, cueceleches o cualquier otro recipiente apto para recibir desde el cántaro el cuartillo de leche del albo liquido recién ordeñado en las vaquerías que entonces proliferaban en los alrededores, y también el interior (aún no estaba en vigor el reglamento de actividades molestas, insalubres…) de nuestra recoleta villa.

Esto era así, y también yo -un mocoso de pantalón corto- era partícipe del rito. No obstante, la recogida de la leche a mí me importaba un pito, ni siquiera ante la posibilidad de recibir una golosina de alguna parroquiana. Mi único, exclusivo fin era contemplar al caballo, acariciar su pelo y, en el summun del mísero placer de entonces, que su dueño, como tantas veces, me cogiera por las axilas izándome a la grupa del jamelgo y paseara, tirando él de las riendas, hasta la próxima parada en el reparto donde mi acompañante me recogería para volver a casa.

¿Y todo esto cómo ha retornado de improviso a mi vida? ¿Acaso tengo a mi vista el caballo? No recuerdo como era, la descripción anterior la he imaginado pues supongo sería así. ¿Saboreo la leche de entonces? A esa edad, como es común con lo que te conviene, no me gustaba, al igual que la nata o los famosos calostros. ¿Puede que retumben en mis oídos sus relinchos? Los únicos que me llegan son los de las películas del oeste en tardes de sesión continua. ¿Tal vez algún aroma del caballo o de su entorno? Va a ser que no…

Lo que me ha hecho recordar aquellos momentos cabalgando al paso ha sido -resulta extraño- la desagradable sensación de aspereza, el molesto y hasta doloroso roce de mis desnudos muslos y pantorrillas contra la basta arpillera de lo que a mí servía, aunque no era esa su función, como silla de montar, y que no era otra cosa que el capazo donde descansaban los tres o cuatro cántaros de aluminio que transportaban el precioso elixir blanco, del que por cierto… tampoco recuerdo ahora su olor.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.