viernes, 13 de junio de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XLVII) "Viejos lobos de río"


VIEJOS LOBOS DE RÍO
Rodrigo D’Ávila



Entonces, como ahora, nuestra vida se desarrollaba -a la par que acompañada de nuestras ocupaciones habituales- entre aficiones o deportes que servían para solaz de los abulenses. Hace treinta y tantos años seguro se disponía de más tiempo que en la actualidad. En estos días la prisa, aún en nuestra querida ciudad, se ha convertido en fiel compañera. Puede que ello adquiera la categoría de una especie de tributo que la vida de hoy recauda, cuyo hecho imponible vendría constituido por la posibilidad de disponer de mayor número y calidad de cosas. ¿Útiles? ¿Inútiles? Opiniones habrá para todos, lo cierto es que hoy en día nos imponemos obligaciones con el ansia de poseer otros bienes o facilitar nuestra dedicación a actividades que en otro tiempo desconocíamos.

¿Vivimos hoy mejor que ayer? ¿Hemos perdido la tranquilidad de entonces a costa de lograr algo que en el fondo no merece la pena? Cada cual tendrá su parecer, yo simplemente lanzo estas preguntas al aire a modo de reflexión.

Viene esto a cuento, y perdón por el largo introito, de que muchas de las aficiones de otro tiempo han desaparecido, aunque otras se mantienen con igual o mayor pujanza que en los sesenta. Una de ellas, es el febril interés de muchos hacia el noble arte de la pesca, que como tal creo ha permanecido hasta nuestros días.

¿Y qué pinta quien esto escribe dentro de ese mundo? Muy fácil: apenas nada. Mis ancestros y demás parientes conocidos no eran aficionados al sedal, por tanto, resultando este requisito cuasi decisivo para lograr que la semilla de la afición germine entre las prioridades de un niño, y con el tiempo pueda perpetuarse y convertirse en costumbre arraigada, lo más de lo que hoy puedo alardear es de las tardes de pesca con la pandilla en las riberas de nuestro aprendiz de río, a su paso por las proximidades de la capital.

¿Mínima experiencia y disfrute? Seguro que sí, no obstante a mí -a nosotros - nos bastaba.

Solíamos acudir en primavera, cuando el simpático postulante a río bajaba desbocado, con pretensiones de Mississipi de andar por casa. Bien pronto sus aires de grandeza tornarían en humildad; el grifo de arriba se cerraría y el estío, sin esfuerzo, lograría sofocar esa efímera arrogancia, terminando al poco por ahogarse, primero en cieno y enseguida entre arena y lisas piedras ovales.

Sin embargo, antes de que el caudal desapareciera, la cuadrilla, pertrechada con las más prosaicas artes de pesca -apenas unos pobres sacos de arpillera que hacían las veces de rudimentaria red- se dirigía a la orilla, a su paso muy cerquita del viejo puente romano.

Descalzos, arremangados los pantalones y apostados de dos a dos, uno dentro del cauce, el otro fuera, o ambos con el agua hasta las rodillas, disponíamos la improvisada red de saco. A veces, de tarde en tarde, caía alguno de aquellos peces que se decían incorruptos, y es que en esta tierra casi todo tiene sus connotaciones milagrosas.

La verdad, nuestro botín nunca fue cuantioso, por tanto el daño ecológico - que entonces por supuesto ni se conocía- resultaba mínimo.

Al final, ya casi entre dos luces, regresábamos a casa. Atrás quedaba una magnífica tarde de pesca. Nuestro semblante seguro se había trasformado, para evitar la exageración diré que no en aquel del capitán Ahab de Moby Dick, sin embargo seguro habríamos adquirido un leve aire de pequeños- viejos lobos de río.
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