lunes, 19 de mayo de 2008

UN VIAJE A LA NOSTALGÍA (XLVI) "Una de terror"




UNA DE TERROR (*)
Rodrigo D’Ávila



Se hallaba en las afueras, muy cerca de la carretera de Toledo. Por cierto, jamás supe la razón de que se la denominara así; suponiendo que alguien hubiera querido llegar a la imperial ciudad en línea recta, sin apartarse un milímetro de esa senda, iría listo, seguro no habría llegado, a todo lo más daría con sus huesos en El Escorial, o en Madrid por Villalba o Brunete. Bueno es igual, lo cierto es que allí, en las afueras, se encontraba el viejo caserón donde sucedió el primer capítulo de esta inédita y hasta diría secreta historia que ahora por fin me atrevo a narrar. Aunque, bien pensado, en ese tiempo decir “afueras” no significara gran cosa, y es que casi todo lo eran.

Para hacerse una idea, en sencillo ejercicio mezcla de imaginación con un punto de charada, pido a quien esto conozca -si es que alguien, alguna vez llegara a tener noticia de este relato- además del perdón obligado por esta digresión geográfica, o mejor, escenográfica, cierre los triviales ojos del cuerpo, abra de par en par los otros, los del espíritu y mire, observe sin miedo esta entrañable ciudad cuarenta y tantos años atrás...

Al oeste la nada, más allá del puente del río, la nada absoluta a partir de las cuatro columnas de uno de los más célebres monumentos del lugar -acaso la gasolinera y el hotel, tal vez ni eso-; al norte, más allá de la avenida que de levante a poniente la cruza, un puñado de huertas a los pies del convento; al sur, poca cosa tras el Hospital entonces de la Beneficencia -apenas recién levantado-, y tampoco mucho más en una imaginaria línea que trazáramos desde aquél alcanzando la trasera de las dos parroquias que entonces protegían y aún hoy nos amparan por ese flanco; por último y al este, el vacío una vez se cruzaba el puente de la estación de ferrocarril, lo mismo que sucedía al atravesar los chalecitos -entonces denominados hotelitos- del paseo con el jardín que le daba nombre y la primitiva plaza de toros, tan sólo, como un islote en el páramo, se levantaba blanca, con su emparrado a la entrada, aquella venta que los del lugar motejaban “ventorro” justo unos pocos metros más abajo de la vía del tren en sus primeros kilómetros de salida dirección naciente o, según se mire, postreros para su encuentro con la villa.

Pues bien, más o menos por allí, hacia oriente y en las afueras como dije al principio, se encontraba un viejo caserón deshabitado, al menos eso pensaba yo al igual que por entonces todo los del lugar, crédulos o no en fenómenos digamos... paranormales. Se erguía soberbio y rodeado de un descuidado jardín al que circundaba una imponente verja de hierro forjado cuyo portón principal bloqueaba una pesada cadena cerrada por un también poderoso candado cuya llave yo comparaba con la que, a buen seguro, hubiera podido tener en sus mejores tiempos cualquiera de las puertas de la fortaleza que presidía y todavía hoy domina la ciudad, tales eran las dimensiones del orificio del cerrojo en cuestión.

Fue allí la primera ocasión en que le vi.

Entonces, de vez en cuando, acostumbrábamos a acercarnos a la mansión. Una mezcla de miedo y curiosidad nos atraía. Trepábamos por la verja sin arriesgarnos a sobrepasarla. No se trataba de un loable respeto al derecho de propiedad, tampoco del temor a una reprimenda de algún vigilante, puesto que sabíamos nadie guardaba la casa; no sé, intuíamos algo existía dentro que nos impedía dar el salto definitivo. Nada nos decíamos, sin embargo de manera tácita habíamos convenido mantenernos fuera del recinto, y siempre todos cumplimos a rajatabla esa especie de decreto no escrito, hasta los más atrevidos.

Era verano, sí, y creo que en sus comienzos, hacía poco que el curso había concluido y mi padre, venciendo la tenaz oposición de la otra parte, la ejecutiva de la familia -que al final consintió- me había regalado un perro, un precioso gran danés que yo bauticé con el apelativo de Thor, el dios de la guerra en la mitología escandinava, aunque en aquella época lo poco que yo sabía de su existencia eran las imprecaciones que soltaba Goliat -el héroe de El Capitán Trueno- cuando se cabreaba: “¡Por Thor y Odín!” bramaba con aquel vozarrón que se le suponía, sobrepasando -como si sólo a mí lo dedicara- los bocadillos de las viñetas. Sonaba bien, por eso lo elegí huyendo de cualquiera de los apelativos al uso: ni Milú, Rin-Tin-Tin, Lassie o similares, estos me parecían, amén de excesivamente comunes, poco varoniles e impropios de un perrazo, grande igual que un carnero y casi tan pacífico como él.

Pero me estoy desviando de lo en verdad importante, y es que la edad no perdona. A estas alturas recordamos tan nítidamente, tal que en una película recién visionada, los episodios remotos en el tiempo, tanto que apenas podemos evitar excedernos en los detalles sin importancia que paralelos emergen a la historia principal desde los arcanos rincones de nuestra memoria, para finalmente tan sólo lograr extraviarnos en ellos.

Sea como fuere, lo cierto es que un día, ya de atardecida, salí con mi inseparable camarada a dar el habitual paseo vespertino encaminándome, jardín de San Roque arriba y sin rumbo fijo, hacia las afueras -al menos eso pensaba yo aquella tarde, después, no mucho después bien comprendí que en mi fuero interno demasiado claro tenía mi destino-. Así fue como aparecí en los alrededores de la mansión.

Tomé del suelo un pedazo de madera, desprendida de alguno de los árboles centenarios cuyas ramas sobrevolaban la verja invadiendo el espacio libre fuera de sus límites, y me dispuse a jugar con mi fiel amigo al consabido de tirar el palo lejos para que él, jadeante y a toda prisa, me lo acercara de nuevo. Así una y otra vez mientras, sin darnos cuenta, aquella tibia noche de estío se iba apoderando de todo, y como no, también de nosotros que continuábamos ajenos a lo que bien pronto habría de suceder.

De repente, en una de esas, Thor salió corriendo de nuevo tras la estaca y ya no volvió. Le llamé varias veces en vano. Nada, había desaparecido... Comencé a buscarle bordeando por completo el recinto, el mismo recorrido que en otras ocasiones hacía con la pandilla, sin embargo mis intentos resultaron baldíos. No lograba dar con el maldito perro.

Fue entonces, en el momento en que ya desesperaba de poder encontrarle, cuando desde el interior del jardín y entre la casi absoluta oscuridad pude escuchar uno de sus inconfundibles ladridos. Allí estaba, entre los abandonados tilos, arizónicas, enredaderas y rododendros; no acertaba a comprender de que manera ni por donde había conseguido penetrar en el aquel lugar que hasta ese instante todos teníamos por absolutamente inviolable, no obstante lo que resultaba irrefutable era que él, pese a todo, lo había logrado.

Volví a llamarle, y por más voces que di no pude hacer que atendiera mi reclamo, no alcanzaba a verle pese a que seguro allí estaba, le sentía corretear por las cercanías de la mansión.

Desistí de hallar el lugar por el que se había colado, sin pensar en nada que no fuera recuperarlo trepé como pude por el enrejado, lo que como ya imaginaba no me resultó difícil, y corrí hacía el lugar de donde provenían los ruidos.

- Thor... Thor... ¡Ven aquí...! - aún sin conseguir verle, con voz queda, apenas un susurro, volví a llamarle una y otra vez; mientras él seguía sin atender mis órdenes. Cada momento que pasaba la excitación iba en aumento, el miedo se apoderaba de mí, ese pánico que nubla la mente, ahoga resecándote la garganta y te paraliza por completo. Sabía que algo no iba bien, que pisaba un terreno prohibido, con todas mis fuerzas deseaba desaparecer de aquel misterioso lugar.

Despacio, procurando no hacer ruido, me aproximé al rincón donde creía se encontraba y, tras unos arbustos justo al pie de la fachada principal, le descubrí jugueteando con algo que había encontrado en el suelo. No sin gran esfuerzo logré apartarle y recoger el objeto de su inusitada atención. Se trataba de una especie de cruz de metal que al tacto, sin luz suficiente para examinarla, no parecía latina. La guardé en mi bolsillo y me dispuse a salir pitando de allí.

Lo que sigue no puedo evitar narrarlo en presente, es así como lo recuerdo, tal que si hubiera sucedido ayer mismo...

Engancho la correa al collar y, al tiempo que me incorporo, algo hiela la sangre en mis venas: noto que dentro, en el interior de la mansión, una luz se ha encendido, la ventana más cercana me devuelve la tenue claridad oscilante. Aún hoy no sé como pude hacerlo, sin embargo puedo jurar que finalmente me atreví, la curiosidad, esa osadía inconsciente de los pocos años logró vencer al miedo, que digo al miedo... ¡Al pavor!

Doy la vuelta a un cubo de cinc tirado al pie de la pared y me encaramo encima con intención fisgar por la ventana... Una lámpara, en lo que parece el salón principal de la casa, cuelga del techo, no puedo verla, tan sólo la intuyo, su balanceo permite contemplar a intervalos, alternativamente, una zona u otra, uno u otro ángulo de la imponente estancia. De repente, muy cerca de esa ventana mi particular observatorio, y en primer plano, se me muestran unos pies con sus correspondientes piernas moviéndose al rítmico, acompasado vals del que pende colgado. Dios santo... ¡Está muerto! A poco me caigo del improvisado atril.

A pesar de lo tétrico del panorama aquello no es todo. El cadencioso fluctuar de la lámpara me depara ahora una nueva y si cabe más atroz sorpresa: al fondo, justo al lado de la chimenea, alguien se balancea en una vieja mecedora. Un hombre que también parece muerto, acaso dormido. Pero no, no lo está, dirige su mirada al ahorcado... Sin embargo... Sí, creo que me ha visto. No, no puede ser... A quien realmente observa, con una gélida mirada que aún hoy me sobrecoge, no es al cadáver, es... es... a mí. ¡Me ha descubierto!

Parece viejo, aunque no estoy seguro de que en realidad lo sea; barba y pelo de un cano absoluto, traje oscuro, puede que negro, un negro impoluto, camisa blanca y lazo también negro, sí lazo, ni pajarita ni corbata. Continua mirándome, no logro mover mi cuerpo un milímetro, siento como si de repente estuviera paralizado.

Apenas son unos instantes, sin embargo se me hacen interminables, deseo escapar de allí pero algo o alguien me lo impide.

Al punto en que vuelvo en mí salgo corriendo cual alma que lleva el diablo. Thor ha escapado segundos antes, sin siquiera llegar a ver a aquel individuo corre y corre, no me espera, al tiempo que lanza quejosos lamentos me deja solo, no mira atrás.

Vuelvo a casa precipitadamente, no quiero ver a nadie. Pálido, desencajado pretexto cualquier excusa y me encierro en mi cuarto, tumbado en la cama hurgo en mis bolsillos y... allí está, espléndida, ante mis ojos aparece - mucho más tarde lo supe- una cruz ortodoxa, sí, esa que consta de un brazo vertical largo al que cruzan otros tres más cortos y a su vez diferentes entre sí, el último de los cuales no va horizontal respecto a ellos sino inclinado sobre el vertical común a todos. Parece de plata, tal vez platino y tiene incrustadas en perfecta filigrana una gran variedad de piedras preciosas y semipreciosas. Ya entonces me es familiar, no sé donde pero tengo la sensación de haberla visto antes, mucho antes.

Cierto día, por casualidad, descubrí su origen o al menos a quien yo siempre tuve por su dueño. En un viejo daguerrotipo -esa misma u otra exactamente igual- la reconocí reproducida. Perteneció a la dinastía Romanov, al linaje de los zares de todas las Rusias, cuyos últimos descendientes murieron fusilados durante la revolución. Aunque en realidad su último poseedor había sido Grigori Yefimovich -más conocido por Rasputín- extraño personaje de gran y, según muchos, malsana influencia en la corte, muerto violentamente en Petrogrado en 1916. Había sido un regalo del zar a Rasputín. Según la información que leí, la joya se encontraba desaparecida, desde entonces nadie la había vuelto a ver.

Aún hoy la conservo…


(*) Este episodio ocurrió o pudo suceder a principios de los sesenta. Ficción o realidad. Relato de un sueño o precisa crónica. Ni siquiera hoy en día estoy seguro de mis recuerdos o ensoñaciones de entonces. En cualquier caso diré que se trata de un fragmento correspondiente a un cuento que escribí hace tiempo.(Nota del autor)
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