domingo, 9 de diciembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXIX) "Testigos de piedra"





TESTIGOS DE PIEDRA
Rodrigo D’Ávila


De la garita al “bolo” y de éste a la barra, tres pasos, y vuelta a empezar en el mismo o diferente orden; el más difícil y peligroso: garita - barra o viceversa. A este arriesgado ejercicio de equilibrismo dedicábamos horas de nuestro ocio que entonces constituía una parte decisiva de nuestra vida, en realidad bien se podía decir que era nuestra vida.

Sobre esa suerte de obelisco coronado por la Santa, el monumento a las glorias de Ávila que preside el Mercado Grande, se desarrollaron una gran parte de los momentos de la niñez de muchos de nosotros.

Ciertamente no estoy seguro, sin embargo juraría que la base, y puede que también los monolitos acabados en punta piramidal - “bolos”- así como las barras que lo circundan, no son los mismos que antaño. Puede que se perdieran en el traslado desde su exilio del “Recreo” cuando los años en que la plaza toda era un simple garaje, igual que lo fue Santo Tomé. Acaso sea yo el errado y continúen siendo los originales - ¿qué sé yo? - quizá quien haya crecido sea uno mismo y estos mudos testigos de tiempo, forjados en sólida piedra berroqueña y macizo hierro fundido se mantengan tal cual, idénticos, sujetos a la personal mirada de nostálgicos exploradores de recuerdos.

Tanto da lo uno como lo otro, ahora retornan a mi memoria luminosas sobremesas de otoño, soberbios atardeceres de estío o inhóspitas noches de gélidos fríos saltando, siempre intentando cabriolas, pretendiendo - inconscientes - el más difícil todavía: pasos en barra - “bolo” y brinco a garita. He de reconocer, sin asomo de falsa modestia, que no era yo de los más hábiles en tan sofisticada disciplina; mis disgustos, golpes en rodillas, muslos y otras zonas menos nobles me costaba esa impericia. A propósito de esto, diré que los había verdaderos profesionales en este menester que volaban sobre barras y piedras, ahí va el alias de uno de ellos, el primero que se acerca a mi encuentro: “demonio”, “el demonio”. Tal era su destreza, que uno corriendo con los pies en el suelo persiguiendo al acróbata que evolucionaba por arriba no fuera capaz de acercársele siquiera.

Sancho Dávila y los demás Dávila, Juan de la Cruz, Pedro del Barco, El Tostado, Isabel de Castilla, Pedro Lagasca... a fuer de verlos ya nos parecían casi de la familia. Entonces no conocíamos los méritos que les habían hecho merecedores de lucir sus nombres esculpidos en piedra. Qué grandes hazañas en tenebrosas y lejanas tierras habrían alcanzado, qué libros escrito, en qué batallas vencido o sucumbido, o en fin, cuantos infieles convertido. Daba igual, aquellos personajes, la mayoría varones - aunque en realidad las féminas fueran se puede decir que aún más célebres y recordadas - estaban allí, ajenos a las miserias del día a día y por derecho propio, observándonos, vigilantes, acaso sorprendidos... ¿Quién sabe?

Cae la tarde, los últimos rayos de sol encienden la efigie de la Santa y el monumento todo tiñendo de un pálido ocre este nuestro particular obelisco. Nos vamos, embobado miro otra vez, ya la última, sus nombres grabados a golpe de cincel como si me despidiera hasta mañana; sí, mañana, cuando tornaremos para molestarles en su permanente vela, a perturbar su sueño eterno con risas y juegos. Y así día tras día hasta que, en una de estas, nos sorprenda la madurez y ufanos, con cierto aire de aprendices de hombres debamos abandonar definitivamente ese fascinante cuento de hadas que siempre ha sido y será la infancia, y en aquel tiempo también la adolescencia.
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