miércoles, 28 de noviembre de 2007

UN VIAJE A LA NOSTALGIA (XXXVIII) "Fragor de destrucción, sinfonía en el ocaso"



FRAGOR DE DESTRUCCIÓN, SINFONÍA EN EL OCASO
Rodrigo D’Ávila



Rugen enérgicas las embravecidas máquinas en tanto que, como yo, decenas de curiosos se arremolinan en el Mercado Grande para admirar el espectáculo. Con apariencia de animales mitológicos, quizá prehistóricos, colosales ingenios concebidos para destruir comienzan su trabajo: se trata de abatir aquellas edificaciones que con los años -puede que desde siglo XIX incluso antes- poco a poco, como si buscaran el amparo y protección que a sus pies antaño siempre gozaron, han ido adosándose al lienzo de muralla que da a la calle de San Segundo.

No hace muchos años de esto, sucedió a finales de los setenta, fue entonces, finalizados los penosos trámites administrativos de expropiación, tal vez desahucio, cuando por fin logramos contemplar algo de lo que se han visto privadas varias generaciones de abulenses.

A mi espalda escucho los comentarios de otros que, desocupados o no, asisten a esta reglamentada orgía de estragos:

- ¿Te acuerdas? Allí estaba aquella mercería y pegada a ese cubo casi en el mismo arco, justo en el rincón, la diminuta libreria-papeleria que tan bien conocí - dice un hombre ya maduro a otro de su misma quinta.

- Sí, desde luego, y más allá la zapatería y aquel bar. ¿Cómo se llamaba? ¿La Viña? ¿La Parra? Con su soberbia barra de cinc sobre la que no cesaba de correr el agua limpia - responde el otro. Me vuelvo y... podría jurar que sus ojos brillan y se humedecen.

El estruendo sigue. Cascotes, vigas, piedra y tejas caen entre descomunales nubes de polvo que elevándose por encima de las almenas se pierden entre los grisáceos nimbos de esta oscura tarde acaso otoñal.

El maquinista, muy profesional, prosigue su trabajo; probablemente no tiene plena conciencia de su papel: desenmascarador de un arcano oculto durante años, ignorante émulo de aquellos caballeros que, a la vuelta de las cruzadas, despojaban a su dama del velo que la cubría el rostro.

No obstante, pese a lo que aquello tenía de modernidad, no conseguía evitar me embargara un sentimiento de frustración deudora de la decadencia de una época que se iba. Mas allá del aparente progreso que esta demolición suponía (mejora de la calle, descubrimiento de un sector de nuestra más conocida obra civil...) tenía la sensación de que lo que se desplomaba a golpes de aquel enorme brazo mecánico era una parte de ese mundo que desde siempre habíamos conocido. He de confesar que percibía como muy lejano, extraño para mí, aquel trecho de muralla que ahora se presentaba en su estado cuasi original; lo verdaderamente familiar, lo próximo venía representado en realidad por aquellas viviendas, esos establecimientos, los tejados, las fachadas con sus balcones, los escaparates, letreros y rudimentarios reclamos publicitarios, en fin todo lo que en silencio, como mudo testigo, había acompañado nuestra niñez.

En un instante los murmullos se apagaron, y no porque el ruido ensordecedor los ahogase. La gente calló, quedó sumida en un solemne, respetuoso silencio que no me resisto a dejar de interpretar como un último homenaje que aquellas gentes ofrecían hacia esa parte de su ciudad, a ese poco de ellos mismos que también desaparecía, ya para siempre, entre el fragor de la destrucción.

Mientras tanto, encaramándose sobre el mutismo de todos, aquellos formidables aparatos que parecieran surgidos de la frenética imaginación de H.G. Wells, continuaban impertérritos, implacables, su demoledora tarea.
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